Agradezco a Raudel Ávila la detallada respuesta que publicó tras mi artículo sobre el futuro ideológico del PAN y la derecha mexicana. Me emociona ver cómo un medio independiente como Disidencia puede detonar debates enriquecedores y crear una comunidad de personas interesadas e interesantes. Hablando de idealismo, celebro el de Pablo Majluf, que en su batalla frente a la cobardía de los grandes medios nos presta este espacio de libertad.
Sin afán de prolongar una discusión interminable, respondo a Raudel para enriquecer el debate que justamente ya detonó el PAN —que por lo menos ya nos tiene hablando de sí— y para elaborar sobre la practicidad de la razón de la derecha.
Adelanto mi conclusión: la polarización es inevitable ante un régimen que representa una amenaza existencial para la República, pero esa polarización no tiene por qué ser en sus términos. No es ni ideal ni realista. No será desde la lucha de clases, ni desde el pobrismo, ni desde el corporativismo electoral. Tampoco desde la nostalgia por el supuesto liberalismo social del PRI, ni desde el centrismo tecnocrático.
Insisto: a un régimen de alto octanaje ideológico hay que disputarle lo popular, pero desde antagonismos distintos, como el de la familia autónoma e íntegra frente a las mafias del estatismo, el orden frente a la anarquía, la cultura del esfuerzo frente al resentimiento, el patriotismo frente a la división identitaria.
Mi propuesta es llenar de significado a una derecha que pueda polarizar constructivamente frente a la izquierda gobernante.
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En defensa de las ideas frente al mito de las estructuras
La crítica central de Raudel a esta propuesta es que padece de idealismo e ingenuidad al poner la ideología en el centro del extravío opositor y de su posible relanzamiento. Me sorprende ese guiño de antiintelectualismo viniendo de él, una persona de ideas, y por lo general, buenas.
En primer lugar, debo decir que el objetivo de mi ensayo no era discernir sobre la operación electoral ni sobre mejores formas de comprar votos para el PAN. Para ponerlo en términos partidistas —que seguramente Raudel entenderá—, mi intención era discutir la declaración de principios antes que el programa de acción o los estatutos. Son debates distintos.
Raudel pide poner a andar un ferrocarril que aún no tiene carga ni pasajeros, mucho menos destino. Olvida que las ideologías son el contenido sobre el cual se desdoblan los mensajes, los símbolos y los mecanismos de interlocución que dan sentido a las maquinarias electorales que tanto parecen interesarle. Esas ideologías funcionan mejor cuando están fundamentadas en principios filosóficos, porque entonces se vuelven coherentes.
Y en el caso de la derecha, hay toda una tradición intelectual que vale la pena reivindicar, ausente de la currícula de las humanidades en México y, por tanto, de los cuadros que integran esa opción política.
Pero más allá de la reivindicación intelectual, la disputa ideológica es un asunto práctico, especialmente en el contexto de la crisis de representación que viven las democracias occidentales. Esa crisis que Raudel atribuye a la precarización económica, pero que de cualquier modo se manifiesta en disputas de identidad política.
Mi argumento central es que el obradorismo entendió eso y trascendió su discurso original de clases para ofrecer uno totalizante: explicaba los males materiales y morales de la nación con un diagnóstico consistente —la “mafia en el poder”— y ofrecía una salida clara: la “regeneración nacional”. Construyó una nueva identidad: la del “pueblo bueno”, del que hoy pocos quieren quedar fuera. Ofreció un nuevo orden ante la incertidumbre.
Si el PAN, o cualquier otra oferta política, quiere frenar el proceso de hegemonía del obradorismo, necesariamente tendrá que disputarle lo popular y lo simbólico. Y no, no se trata de salir con los libros de Burke o Hume bajo el brazo para buscar votos, sino de rescatar una tradición que aboga por lo comunitario y que hoy puede servir como contrapunto a la interpelación popular de la izquierda.
Las sociedades —y en particular los movimientos políticos— se sostienen en relatos que configuran a los sujetos y construyen lealtades. Sin ideas no puede haber identidad, y sin identidad no hay lealtad que permita la movilización electoral.
Uno de los males que ha contaminado a muchos partidos de oposición es precisamente haberse vaciado de personas con ideas y llenado de supuestos “estrategas” que no son sino mercadólogos capaces de vender lo mismo a un candidato que a una bolsa de Sabritas.
Las campañas políticas se volvieron una coreografía mecanizada e indistinguible que, lejos de constituir a las personas en sujetos con lealtades comunes, las trata como engranajes que sólo necesitan aceitarse. Es una visión simplista y despolitizada: la política convertida en marketing, el ciudadano en target y el voto en métrica.
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En ese vacío ideológico, las maquinarias electorales también se vuelven espacios de mercenarios que prometen la alquimia electoral, pero que terminan siendo poco más que estructuras piramidales que venden productos de catálogo. Cualquiera que haya estado en una campaña conoce la estafa: líderes territoriales que ofrecen lealtades a cambio de dinero y no por filiación política; estructuras que terminan vendiéndose al mejor postor y que hacen todo menos depositar votos en las urnas.
Incluso la ciencia política lo ha documentado (Green & Gerber): las estrategias de movilización electoral tienen un bajo impacto y, cuando funcionan, es por una interacción personal mucho más profunda que la relación corporativa.
Y el propio oficialismo mexicano ofrece dos ejemplos claros para desmontar el mito de la movilización: la revocación de mandato de 2022 y la elección judicial de 2025. Aun con todo el aparato gubernamental, el régimen sólo logró movilizar 16 y 13 millones de votos, respectivamente, mientras que en la elección presidencial más reciente su partido obtuvo casi 36 millones. La pregunta no es cómo moviliza su voto duro, sino por qué otros 20 millones de electores salen a votar libremente por el régimen. Mi respuesta: por la articulación de una identidad.
En el fondo, más que un problema con el idealismo, lo de Raudel parece un problema con las ideas de la derecha, que le desagradan o le parecen peligrosas, aunque no lo diga con claridad.
Le ocurre lo que a otros autores —Denise Dresser, Salvador Camarena o Jesús Silva-Herzog— que, apenas unas horas después del relanzamiento del PAN, ya tenían afilado el lápiz para desacreditarlo por haber tenido la desvergüenza de movilizarse desde un tímido discurso de derecha que mencionó las muy radicales palabras patria, familia y libertad.
Esas plumas que tachan de ineficaz, vacío o peligroso el relanzamiento ideológico de la derecha, creo que en el fondo se decepcionan porque la alternativa a Morena no proviene de la izquierda democrática y liberal que vive en sus mentes, y que nunca logra materializarse a la altura de sus expectativas.
Dresser dice que la población quiere política social, derechos y feminismo. Silva-Herzog reprochó que el discurso del presidente del PAN no mencionara la desigualdad. Como si esas agendas fueran una casilla obligatoria en todo discurso político.
La pregunta práctica es otra: ¿puede la derecha tener éxito electoral frente al obradorismo? Si la respuesta es sí, entonces esos alérgicos al conservadurismo tendrán que decidir qué prefieren en el poder: una derecha democrática o una izquierda autoritaria.
Liberarnos de la pobreza… y del pobrismo
Parte del cambio de coordenadas en la batalla cultural de la derecha frente a la izquierda —tanto la gobernante como la intelectual— consiste en trascender el discurso de la justicia social, que para muchos parece escrito en piedra. No se trata de ignorar el problema de la pobreza, sino de abordarlo más allá de la fijación con la desigualdad o con la intervención estatal como vía de redistribución.
Caer en ese terreno no sólo sería inconsistente ideológicamente —pues a la derecha le debe importar la dignidad mínima de todos los individuos más que las distancias entre ellos—, sino que además es impráctico frente a un gobierno que domina los mecanismos clientelares para movilizar el resentimiento a su favor.
La derecha mexicana puede abordar la pobreza como una agenda de libertad y familia: desde la emancipación de las personas y sus entornos familiares, no sólo de las condiciones de precariedad que las limitan, sino también de la dependencia de un Estado que lucra con su miseria para someterlas políticamente.
Ayudar al mexicano a salir de la pobreza es hablar de la liberación del hombre mediante la solidaridad de sus connacionales, la responsabilidad y el esfuerzo propio. Es hablar del trabajo como fuente de dignidad humana, del mejoramiento de los entornos donde habitan las familias, del acceso a los tres servicios básicos que sí interesan al Estado: educación, salud y vivienda. Nada de eso requiere un discurso redistributivo.
El clivaje que puede articular la derecha es el de combatir el estatismo corrupto que no sólo es incapaz de erradicar la pobreza, sino que la fomenta para lucrar con ella. Ese Estado que extrae rentas de la sociedad, supuestamente para redistribuirlas, pero que en el camino las pierde en estructuras burocráticas, corrupción y crimen.
Es increíble que, ante el autoritarismo corrupto del obradorismo, a pocos se les ocurra que es legítimo plantear una oferta política que hable de reducir impuestos y cargas sociales al trabajador para que las familias aumenten su ingreso y vivan mejor. Achicar al Estado también es evitar sus abusos.
Y no todo discurso dirigido a los pobres tiene que ver con el ingreso. Detrás de la idea de que a los pobres sólo les importan las rentas hay una condescendencia muy paternalista. Como si al pobre no le interesara la educación de sus hijos, la seguridad, la corrupción, el aborto, la libertad de culto o el respeto a sus tradiciones.
Así como el obradorismo construyó un discurso inter-clase, la derecha debe hacerlo a partir de necesidades y valores comunes a todos los mexicanos, con un enemigo común: el mal gobierno, el estatismo empobrecedor y la narcopolítica.
Hoy la causa más común entre los mexicanos es la de la seguridad, o más propiamente, la del orden. Es una agenda transversal, capaz de hablar a mujeres violentadas y campesinos extorsionados, a estudiantes e indígenas, empresarios y trabajadores.
Ahí la derecha tiene una causa histórica: el orden institucional, el orden en los espacios públicos y el orden frente a los enemigos del Estado, a los que no ofrece conmiseración sino combate total. El orden también como antídoto al estatismo corrupto que se alimenta de clientelas informales e ilegales: ambulantes, transportistas, sindicatos mafiosos, invasores de predios y hasta cárteles.
El enemigo común está claro: un gobierno criminal que asfixia la libertad y el progreso de las familias. A esto me refiero con integrar las tradiciones del liberalismo, el conservadurismo y el libertarismo: perseguir un Estado limitado y ordenado que no obstaculice el libre desarrollo de las familias y sus comunidades. Esa es una agenda práctica y vigente que nadie mejor que la derecha puede articular.
Quien aún crea que la causa es la desigualdad, y que la oposición podrá ganar ofreciendo más programas sociales o mejor distribución de la riqueza, no aprendió nada del bochornoso acto en que la candidata Gálvez firmó con sangre la permanencia de los programas asistencialistas de Obrador. El votante prefirió quedarse con el producto original.
Conclusión: polarizar frente a Morena, por pragmatismo y por principio ético
Es atendible la advertencia de Raudel sobre la polarización. Uno no puede abogar por una actitud conservadora y no reconocer el riesgo de revivir una disputa cultural que, en distintos momentos de la historia, se ha tornado violenta.
Pero mi objeción es que la polarización no nos pedirá permiso para llegar. Ya está presente en el mundo y, en México, la radicalización del segmento opositor —ese que el gobierno no se ha cansado de humillar— podría encontrar cauce en opciones abiertamente iliberales y peligrosas, como el populismo confesional de Verástegui. ¿Qué derecha preferimos: una capturada por opciones emergentes y difusas, o una gestionada por una institución longeva y prudente como el PAN?
Lanzo otra pregunta a Raudel y a otros preocupados como Silva-Herzog: ¿prefieren un país polarizado, donde el poder enfrente resistencia, o una hegemonía consolidada como la que Morena está a punto de consumar —si no es que ya consumó—?
Entiendo el escepticismo de Raudel. Nuestra generación debió ser heredera de la transición democrática y del pluralismo que tanto aportó a la modernización del país. Pero me temo que esa batalla ya se perdió; la perdió la generación que no supo cuidar el fruto de décadas de conciliación.
Del PRI modernizador y pluralista que tanto añora Raudel no queda nada. Su peor rostro corporativo ya tiene hogar en Morena. Lo mejor del régimen de la transición sobrevive apenas en los institutos de investigación de la UNAM, y se expresa en desplegados que ya nadie lee.
Yo, por mi parte, me niego a articular mi resistencia política en las lágrimas del INE ciudadano o en el duelo de la transición. La batalla generacional que nos toca es otra: salvar la República en medio del renacimiento de las grandes ideologías. Encuentro en la tradición conservadora el mejor vehículo para esta lucha, sin perder de vista el faro liberal.
En esta batalla, la derecha no necesita pedir permiso para pensar ni disculparse por tener ideas. La oposición tampoco necesita un nuevo eslogan ni un nuevo logo: necesita un relato, una visión del bien común y una épica mínima.
Si el PAN ha decidido mirarse al espejo y reconocer su vocación ideológica, lo menos que podemos hacer quienes creemos en la República es no apartar la vista, y pensar cómo llenamos de significado los pocos vehículos de organización política que nos quedan.
*Carlos Matienzo es politólogo de la UNAM y maestro en seguridad nacional de la Universidad de Columbia.








Raudel es una persona de quien aprendo mucho y estimo mucho por sus grandes columnas, sin embargo como bien dices al igual que las Dressers, los BravoRegidor, SilvaHerzog, etc. Tienen miedo de una derecha que nunca a existido (si, aquí en México nunca hubo un Franco o Pinochet) y pareciera que estan tranquilos con una izquierda que apunta a lo peor que a pasado en hispanoamerica.
Justo ésto!
"Esas plumas que tachan de ineficaz, vacío o peligroso el relanzamiento ideológico de la derecha, creo que en el fondo se decepcionan porque la alternativa a Morena no proviene de la izquierda democrática y liberal que vive en sus mentes, y que nunca logra materializarse a la altura de sus expectativas."