Regresando la mirada a una de las fronteras de la civilización occidental que está en disputa, en estos días los nervios del presidente Trump estuvieron muy tensos ya que se daría el veredicto del premio Nobel de la Paz, que terminó en manos de María Corina Machado, la opositora venezolana.
Y aunque este año no lo consiguió, Trump seguirá empeñado en acumular méritos para alcanzarlo antes de terminar su mandato. En esa obsesión encaja su más reciente apuesta — implementar un plan de paz en Gaza. El proyecto cuenta con amplio respaldo internacional y una aceptación inicial de las partes en guerra, pero enfrenta obstáculos considerables:
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El primero: la entrega de los rehenes que aún permanecen con vida. Hamás, aunque tiene una jerarquía definida, está rodeada de una federación de clanes y familias —las llamadas hamulas—, cada una con intereses, lealtades y rehenes distintos. Para liberar a todos, desde Qatar necesitan convencer a cada líder tribal, negociar con intermediarios y, en muchos casos, pagar el precio político y financiero de cada vida.
El segundo obstáculo es aún más delicado. Hamás exige garantías de seguridad antes de desarmarse, no tanto frente a Israel como frente a sus enemigos locales. En Gaza operan facciones rivales, muchas ligadas a Fatah, clanes beduinos y milicias autónomas que podrían ocupar el vacío de poder una vez que Hamás deponga las armas. Por eso, al exigir “seguridad”, Hamás pide en realidad un asiento en el futuro gobierno palestino que le asegure sobrevivir a la paz.
De ahí la dificultad del acuerdo: Estados Unidos e Israel necesitan ofrecer protección o salida a los combatientes que no opten por el exilio, de lo contrario la Franja podría caer en una guerra civil interna.
Mientras tanto, Trump —sin acuerdos en Ucrania ni a tiempo en Gaza— tendrá que esperar otro año para cumplir su sueño dorado: recibir el Nobel de la Paz.
—Voyeur de Venal