Hace unas semanas empecé una discusión con mi amigo Raudel Ávila sobre el futuro del liberalismo en general pero particularmente del mexicano. Nuestra discrepancia central yace en la cuestión electoral. Uno de sus argumentos iniciales –que puede leerse aquí– es que, para sobrevivir, el liberalismo debe de obtener músculo electoral y orientarse a la acción política, es decir, debe saber operar el voto y culminar en las urnas. Para ello, debe ofrecer algo concreto y tangible, algo material, y que eso sólo lo pueden hacer las enormes maquinarias de operación que son los partidos políticos. Como decía Lenin, la política es ante todo organización y es imposible organizarse políticamente a largo plazo sin estructura: se necesitan jerarquías, órdenes, fechas, programas, instrucciones, dinero y equipo. Para Raudel, la solución no está, pues, en la sociedad civil, ni en la educación, ni en los medios de comunicación, ni en las ideas. La solución está en los partidos.
La cuestión viene a cuento ante la inminente elección presidencial en la que Raudel prevé con mayor probabilidad una derrota de Xóchitl Gálvez por dos razones muy sencillas: porque las ofertas concretas de la oposición –asumiendo que puede llamársele liberal– para el votante son menos atractivas que las del régimen populista, y porque éste tiene la maquinaria electoral para movilizar al votante. La oferta política de la oposición es más bien etérea, abstracta y permanece en el terreno de las ideas. Su oferta consiste en cosas como “defender a la democracia” o “salvaguardar la división de poderes”, mientras que el obradorismo ofrece dinero en efectivo. Encima, los partidos de la coalición opositora no sólo están desprestigiados en términos morales sino efectivamente depauperados, con un PAN cupular en manos de padroneros políticamente miopes y sin pulso popular, y con un PRI al borde de ser un cascarón testimonial. Para salvar al liberalismo tras el fracaso que se avecina, concluye Raudel, es imprescindible recuperar a los partidos y que éstos sepan ofrecerle algo real al votante.
Imposible refutarle a Raudel la necesidad de músculo electoral. Si una oferta política no es competitiva a la hora de cruzar boletas, entonces no tiene nada que hacer más allá de predicar en el desierto como lo hace la academia. Tampoco podría refutar la necesidad de sanar y fortalecer a los partidos políticos. Estoy consciente –lo he suscrito en varias ocasiones– que su erosión en todo el mundo ha sido el gran caldo de cultivo para el advenimiento de la ola populista global, pues en esa atmósfera de antipolítica se dan bien los salvadores y los caudillos.
Donde difiero con Raudel es en la categoría cosmética que él le asigna a los valores, ideas y emociones liberales, como si fueran secundarios a la práctica. Dice, por ejemplo, que “no vamos a cambiar la realidad con teorías”. Para él, primero vienen las acciones, como la movilización el día de las elecciones:
Los liberales mexicanos esperan que la ciudadanía salga masivamente a votar en favor de Xóchitl Gálvez y, supuestamente, así ganará la elección presidencial. Esto no sucederá, es un supuesto teórico sin sustento en las prácticas reales de México. Lo que hace falta es organizar una movilización liberal para llevar a la gente a las urnas el día de las elecciones […]Los liberales mexicanos tienden a despreciar la movilización electoral pues la asocian con el corporativismo priista del siglo pasado.
Desde luego que el liberalismo no puede quedarse sólo en ideas de claustro. Sin embargo, los valores y emociones –el espíritu liberal–, son igual o más importantes que la oferta material necesaria para la movilización electoral, pues, como reza el aforismo cristiano, no sólo de pan vive el hombre. Si bien la oferta material es crucial –acaso obligatoria en un país como México donde la política se asocia con el desagravio de las carencias–, me parece falsa la premisa utilitaria de que al elector –incluso al más pobre– sólo lo mueve el beneficio material inmediato y que hay que conducirlo con correa hasta las urnas. El hombre también vive de relatos, de epopeyas, de causas gloriosas, de banderas, de ideas. El liberalismo debe ofrecer más que satisfactores materiales y las bajas pasiones del populismo clientelar que han empobrecido y destruido a las sociedades más prósperas.
Dentro de la propia historia del liberalismo y del surgimiento de sociedades y sistemas políticos a su amparo, los hombres ya se han jugado la piel a cambio de nada. Uno de mis episodios favoritos es cómo el Common Sense de Thomas Paine, ese genial panfleto revolucionario que corrió como pólvora en las colonias americanas hasta convertirse en un best seller, llevó a decenas de miles de colonos no a las urnas sino mucho más lejos: ni más ni menos que a la guerra. Los hombres no sólo votan, sino que dejan la vida por causas más elevadas que una lavadora, una despensa o una tarjeta del bienestar. Lo han hecho por los estamentos, el honor, la pertenencia, el amor y las utopías. La encomienda básica del liberalismo es la libertad, un valor no sólo supremo sino bastante práctico y tangible que sólo basta perder para añorar.
“Desde luego que el liberalismo no puede quedarse sólo en ideas de claustro. Sin embargo, los valores y emociones, son igual o más importantes”
El convencimiento del voto pasa también inevitablemente por los cuentos y. relatos, las misiones y el sentido, la estética. Las palabras movilizan. Si el liberalismo, como dice Raudel, necesita operadores, también necesita oradores. Necesita polemistas, debatientes, artistas. Si la comunicación y las ideas no fueran tan importantes, el régimen populista, tan exitoso en términos electoreros –pero tan pobre precisamente en términos de resultados–, no tendría a tantos propagandistas a su servicio en todos los medios de comunicación. Tampoco estaría intentando cambiar los libros de texto para convertir a los niños en soldaditos.
El neoliberalismo mexicano falló estrepitosamente en ello al hacerse de un lenguaje no sólo inaccesible por tecnocrático, sino sobre todo por feo. Un lenguaje de sucursal bancaria. Desechó el lenguaje que sabía mover corazones. Basta con recordar a Winston Churchill, a Walter Lippmann, y hasta Ronald Reagan y Margaret Thatcher para conmoverse y notar la diferencia.
Quizá esta vez los mexicanos no logren discernir ni entusiasmarse con el llamado de la historia. Bien puede ser que las carencias de nuestro moribundo liberalismo señaladas por Raudel lleven a que en unas semanas la mayoría movilizada refrende al nacional-populismo. Sin duda es muy posible que tenga razón. De ser así, nuestro liberalismo deberá, entonces, redoblar el relato, entusiasmar con el valor inigualable de ser libres y aprender a movilizar a la gente por algo más que un plato de lentejas de los que se consiguen en cualquier lado.
*Este ensayo se publicó el 14 de mayo del 2024 en Literal Magazine: Liga