Hay autores que se mueren en el peor momento, justo cuando más se necesitan. Sucede mucho con Hitchens: quién mejor para enfrentar la oleada de puritanismo que asaltó al mundo hace unos años, como lo expresó el periodista de The Atlantic George Packer al recibir un premio en su honor. O con Philip Roth, cuya novela La conjura contra América sirvió para muchos como premonición de Trump y hoy ha merecido la producción de una miniserie. En el caso mexicano están Monsiváis, quien con toda seguridad habría denunciado al obradorismo real como una gran farsa, un disfraz de izquierda, y habría sido el primero en confesar la desilusión que muchos otros, por orgullo, aún niegan. O Luis González de Alba, de quien ya sabemos el qué pero se echa de menos el cómo: el tono incisivo y mordaz.
La última y más dolorosa de estas partidas es la de Roger Scruton, el implacable conservador inglés, auténtico filósofo, quien murió a finales de febrero. Merece más de un libro e incontables biografías, pero si mi insinuación es que hace falta hoy, basta con un comentario, y me limito a lo que atañe a México.
He encontrado en las tesis políticas de Scruton algunas claves para entender nuestra situación actual. En resumidas cuentas, hemos sido víctimas de un régimen embaucador que se travistió de justicia social para obtener el poder. Su obra maestra Pensadores de la nueva izquierda, donde desenmascara una por una a las celebridades de la revolución redux –de Foucault y Deleuze a Gramsci y Lukács–, sirve como mapa intelectual del nuevo régimen mexicano. Ahí están plenamente identificados todos los semblantes y arquetipos que nutren el fenómeno.
He encontrado en las tesis políticas de Scruton algunas claves para entender nuestra situación actual.
No es que el obradorismo tenga intelectuales del mismo vuelo, ni que los que tiene se hayan inspirado en aquellos: bien se podría decir, incluso, que el obradorismo no tiene brújula intelectual. Es más bien que las fuerzas y pulsiones que, según Scruton, motivaron a los mencionados –el resentimiento y el desagravio, la fantasía y la redención– son las mismas que inspiraron a nuestra demagogia, como si fueran energías multiseculares que se manifiestan en diferentes lugares y diferentes épocas con sus respectivos folclores.
Si se trata de personajes, se hallan los radicales dispuestos a desbaratar todo para traer una utopía, los científicos sociales que le dan un aire de respetabilidad al resentimiento bajo la bandera de la desigualdad, y los jóvenes posmodernistas que solo entienden la historia como una lucha de oprimidos y opresores. Si se trata de pulsiones, ahí están el jacobinismo, el nihilismo y la demonización, todas resumidas con una frase de Mefistófeles que Scruton endilga a esos vicios encarnados en gobierno: “Yo soy el espíritu que siempre niega. Y con razón, pues todo cuanto existe merece perecer; por lo que sería mejor que nada hubiese.”
Pero no es por ello que Scruton hace falta hoy. Aquel legado está ahí para la posteridad y uno puede regresar a él cuando quiera. La falta radica en que provoca más dudas que respuestas respecto al obradorismo. Tengo para mí que lo más criticable de Scruton es su apología de las costumbres, tradiciones y cultos. Son esos, dice Scruton, los verdaderos adhesivos de una comunidad, los que generan una narrativa común que garantiza la armonía. En ese sentido, no sorprende que fuera profundamente antimarxista, pues sentía que la interpretación materialista de la historia provocaba todo lo contrario: división real. Su tratado How to be a conservative propone una recuperación de valores y usanzas que el propio tiempo ha desafiado, desde la familia convencional y los papeles de género, hasta el orden y la religión. Suena a obradorismo, ¿verdad? Por supuesto: si algo hemos atestiguado en estos años de desconcierto colectivo es la reivindicación del modelo parroquial: López Obrador ha sido un incansable antiprogresista.
Ello demuestra la confusión de nuestros términos. Llamamos “conservadores” a los liberales y “progresistas” a los conservadores, de tal suerte que nuestros verdaderos conservadores –todos revolucionarios, arielistas e hispanoamericanistas– pueden pasar por progresistas, aunque lo que en verdad añoren sea un regreso, en el mejor de los casos, decimonónico. El neoliberalismo intentó apropiarse del conservadurismo, pero como hemos constatado –al menos en su cosmopolitismo y su afinidad tecnológica–, fue infinitamente más progresista que el obradorismo. Y aunque algunos desestiman las etiquetas, son necesarias para advertir los engaños del lenguaje político. Con ellas queda claro que el conservadurismo de facto –la nostalgia de los valores y tradiciones y convenciones más rancias– está con López Obrador.
Claro que Scruton defiende el conservadurismo inglés, algunas de cuyas bases –modernidad, propiedad privada, empresa, esfuerzo personal, legitimidad de la riqueza– son opuestas al obradorismo, y otras no. Pero entonces no habría nadie mejor a quien preguntarle si de veras vale la pena conservar los valores tradicionales mexicanos, particularmente los que quiere conservar López Obrador. Puesto de otra forma: ¿han garantizado esos valores una buena civilización? ¿Aseguran, en efecto, armonía? Más que a Scruton, desde luego, nos lo tenemos que preguntar a nosotros mismos.
*Este artículo se publicó en Letras Libres el 7 de abril del 2020: Liga