Retorno a la montaña mágica
A 100 años de su publicación, la novela monumental de Mann es más vigente que nunca.
El joven Hans Castorp subió al sanatorio en la montaña mágica para visitar a su primo, pensando que se quedaría apenas unas semanas. Sin embargo, comenzaron a suceder esas cosas misteriosas que un viaje de individuación trae consigo, y el tiempo se fue extendiendo sin ninguna lógica lineal hasta que transcurrieron muchos años. Y ahora un siglo.
Parte de la magia es que la lectura es en sí misma una montaña. El lector también sube con Castorp y vive su propio proceso de individuación. No es fortuito que muchos grandes escritores hayan confesado que su vida cambió tras el ascenso. Por ejemplo, en la contraportada de la edición que tengo frente a mí, hay una cita de Vargas Llosa que dice que “puede que la vida de un lector se divida en dos: antes y después de haber leído La montaña mágica, de Thomas Mann.”
Es mi caso.
No me refiero (y creo que Vargas Llosa tampoco) al asombro que a cualquiera le provocan las enigmáticas herramientas literarias del relato, especialmente el extraño y misterioso comportamiento del tiempo o la forma en que la tensión va hirviendo detrás de lo aparentemente tranquilo, sino a la experiencia misma del ascenso a la montaña, donde uno termina viendo todos los temas más importantes de la vida –especialmente la muerte– con otra luz.
Ya arriba me di cuenta –fue una mera coincidencia– que este preciso año la novela cumple cien años de publicada y ello le brinda la excusa perfecta para volver a ser recomendada, algo que casi nadie está haciendo y me extraña mucho de los editores de las grandes revistas. Pero no lo digo por el mero número cien –esa es una decoración editorial–, sino porque la humanidad está regresando exactamente a las mismas tensiones en las que estaba no sólo cuando se publicó la novela, sino cuando Castorp estaba arriba en la montaña.
Allá arriba, dos filósofos van a disputarse el cuerpo, la mente y el alma del joven Castorp. De un lado Settembrini, un ilustrado, humanista y liberal; y del otro Naphta, un místico, romántico y radical.
Pienso que es imposible subir a la montaña hoy y no ver todo lo que le sucede al mundo a través de esa bipolaridad. Es inmediata la identificación de Putin, por ejemplo. No digamos ya del fascismo con rostro islámico, ambos amenazando a los últimos dos bastiones de la civilización occidental: Ucrania e Israel.
No lo digo por el mero número cien –esa es una decoración editorial–, sino porque la humanidad está regresando exactamente a las mismas tensiones.
Esta amenaza, desde luego, no sólo es foránea. Al igual que en el sanatorio donde está recluido Castorp, las peores pulsiones vienen de adentro. Occidente mismo tiene las semillas de su propia destrucción. El wokeísmo, la superstición, la nostalgia, el tribalismo, el populismo.
Y esto es, para mí, lo más escalofriante: es una novela premonitoria. Se publica en 1924, en el período entre guerras, plena República de Weimar. Pero uno ya puede ver con gran claridad el inminente descenso a la barbarie. Ya están llegando a la montaña las ideas románticas y reaccionarias de abajo, el conservadurismo cultural, la nostalgia mitológica, el völkisch fascista, el etnonacionalismo, la oscuridad. Ya están amenazadas las ideas liberales, ilustradas, auténticamente progresistas. Ya está amenazada de muerte la Razón.
Unos años después, el colapso. En el mundo real, quiero decir.
*Fue publicado originalmente el 3 de julio del 2024 en Literal Magazine: Liga