El periodismo en México está bajo ataque. La violencia más brutal la sufre el periodismo de investigación local, pero el periodismo de opinión nacional es blanco de ataques muy particulares en buena medida porque ahí yace parte de la resistencia democrática. Si bien el régimen obradorista cuenta con un considerable aparato propagandístico en la prensa de opinión, también ha sido loable el despliegue de crítica republicana de decenas de articulistas y comentaristas que no se cansan de señalar los usos y abusos del régimen nacionalpopulista que amenaza sistemáticamente a la democracia y cuyos resultados en todos los rubros son deplorables. No podría ser de otra forma: cualquiera con auténtica vocación tiene la encomienda de alzar la voz.
No sabemos cuánta influencia ejerce el periodismo de opinión en México, pero es evidente que al régimen obradorista le incomoda: los juicios sumarios en contra de articulistas y columnistas en el vaudeville mañanero son cotidianos y sistemáticos. Hay una campaña abierta en contra de esa rama del periodismo con base en tres mentiras: primero, que los opinadores críticos son una extensión de la oligarquía, de tal suerte que son enemigos del Pueblo; segundo, que es un tipo de periodismo light, pues el verdadero periodismo es más cercano a la lucha social, a un arte bohemio pro bono; y tercero, que los periodistas de opinión críticos son conservadores, en el sentido de que son reaccionarios: carecen de credibilidad porque pretenden conservar el estatus quo, y su reacción es prueba de que el régimen obradorista está tocando sus intereses. Estos reproches no sólo se ven en la mañanera, sino también en las redes sociales mediante linchamientos digitales y tumultos cibernéticos dedicados a la desacreditación y el desprestigio. Este clima presta la oportunidad para un análisis más amplio sobre el papel del periodismo de opinión en el México de nuestros días.
Cualquiera con auténtica vocación tiene la encomienda de alzar la voz.
Primero, tal vez convenga aclarar qué no es el periodismo de opinión. Una cosa es segura: el periodismo de opinión –como todo periodismo– no debe estar al servicio del poder. Se escucha a menudo que un comentarista debe hacer explícitas sus predilecciones. Sí: quien se arropa en la ambigüedad engaña a su audiencia. Pero las propensiones ideológicas no pueden eclipsar su encomienda primaria, como la definió Walter Lippmann: “decir la verdad y deshonrar al diablo”. Incluso si el comentarista consiente que el rumbo general de un gobierno es adecuado, le hace a éste un mayor bien como examinador que como aplaudidor. Desde luego, nuestro momento actual no es de normalidad democrática. El régimen obradorista no es cualquier otro gobierno con luces y sombras: es un ensayo de restauración autoritaria y destrucción institucional en todos los frentes, de modo que toda observación debe partir de ese supuesto.
Otro terreno ajeno al periodismo de opinión es el de la prescripción. Timothy Garton Ash sostiene que no es su función dar recetas sino señalar problemas, advertir peligros y, sí, en ocasiones especiales, reconocer éxitos. El periodista de opinión no es un diseñador de políticas públicas, no es un legislador, tampoco un especialista ni mucho menos un gestor: es un crítico y un traductor. No es su tarea hacer marcos metodológicos ni trazar rutas de acción ni elaborar programas. En suma, no es un solucionador técnico de problemas ni un líder moral. La misión del periodismo de opinión no es salvar almas sino interpretar hechos.
Vienen a cuento también los asuntos de forma y estilo. El periodismo de opinión no es literatura. Como periodismo, sigue ceñido por los hechos. No puede incurrir en la ficción. A partir de los hechos puede hacer metáforas, analogías, pronósticos y parábolas, pero no puede inventar personajes ni diálogos ni atmósferas. No por ello escapa a la estética, al contrario: la opinión debe ser concisa, precisa y original; pero no es un certamen poético. Como escribió Fernando Savater: “puede tener su gracia y pellizco literario”, pero nunca debe “montar un numerito narcisista”. El periodista no debe ser la noticia salvo en contadas excepciones (cuando está bajo ataque, por ejemplo).
Entonces, ¿qué sí es el periodismo de opinión? Savater también da una pista: es un servicio público. De lo que se trata es de “ayudar a la gente a entender un poco mejor lo que ocurre”. En eso consiste la función traductora. El periodista de opinión es un traductor de realidades complejas a realidades simples. Así se distingue de los especialistas. A menudo, los diferentes ámbitos y disciplinas de la vida en sociedad –la política, la ciencia, los negocios, la tecnología– son herméticos e inaccesibles. Están hechos de lenguajes hipertécnicos y de procesos cerrados. Se necesita un intérprete que los digiera y transcriba para el grueso social. Esto no tiene nada que ver con el nivel educativo de la audiencia: un médico no necesariamente entiende de política, y un historiador no necesariamente entiende de tecnología. El periodista de opinión ofrece esa interpretación periódica sobre una o varias disciplinas. A cambio de profundidad, claridad; a cambio de especialización, versatilidad.
Finalmente, el carácter de servicio público tiene una particularidad en las democracias. Para Leon Wieseltier, exeditor de la vieja New Republic, la democracia es el sistema de la opinión multitudinaria, porque el voto, en el fondo, es una opinión. La suma de opiniones hace a una democracia. Cuando la opinión multitudinaria es sana, la democracia es sana; pero cuando está corrompida, la democracia peligra. De tal manera que el periodista de opinión está llamado a encauzar su oficio hacia el fortalecimiento de la democracia y sus valores: la libertad, el debate, la tolerancia, la legalidad, la transparencia, la justicia. Nunca en contra: nunca a favor del poder en detrimento de la sociedad.
Los opinadores compiten en un mercado de ideas: a lo largo del tiempo uno puede identificar perfectamente bien a los que son talentosos, a los que son sinceros, a los que son vendidos, a los que aciertan o se equivocan, porque lo que hace al periodismo de opinión un servicio público es un atributo muy difícil de construir y muy fácil de perder: la credibilidad.
De lo que se trata es de “ayudar a la gente a entender un poco mejor lo que ocurre.”
Nada ilustra esto último mejor que el obradorismo. Hay advertencias sobre su peligro desde hace al menos 20 años. En su artículo de 1999 El bárbaro y los cobardes, por ejemplo, la fabulosa Ikram Antaki advirtió que López Obrador no era el James Dean progresista que muchos creían, sino un “provinciano ignorante y fanático” dispuesto a torcer la ley con métodos demagógicos para acceder al poder. Dos décadas después, en su ascenso triunfal al poder, aún había periodistas de opinión –con mucha más evidencia a la mano– dándole una textura de admisibilidad. Esa es la gran crítica a nuestro periodismo de opinión en tiempos recientes: el régimen obradorista tuvo la ayuda de muchos irresponsables que maquillaron su semblante, que atenuaron el peligro, que ignoraron lo evidente y que hoy dicen que nada de lo que ocurre podía saberse, que era imposible anticiparlo. Nos fallaron esos guardianes, esos gatekeepers.
No obstante, la responsabilidad del lector, del radioescucha, del televidente tampoco es menor. Si la opinión compite en un mercado de ideas, quien otorga la credibilidad en el fondo es el lector. Así como hay buenos y malos periodistas de opinión, hay buenas y malas audiencias. Los periodistas de opinión que encumbraron al obradorismo no hubieran llegado muy lejos sin las segundas, a quienes les toca hoy identificar y reconocer a los periodistas de opinión que tuvieron razón, que son precisamente a quienes acosa el régimen.
En definitiva: la opinión no es relativa, como hace creer el efímero tenor de nuestros tiempos. Sí hay opiniones correctas y opiniones incorrectas. Si se prefiere un aforismo final: por sus frutos los conoceréis.
*Este artículo se publicó el 1 de julio del 2022 en Literal Magazine: Liga