Ante la expectativa de un nuevo Papa, quiero desafiar el cliché de que los siglos pasan, los imperios caen, pero ahí sigue, incólume, la Iglesia Católica Apostólica Romana. Si el argumento es que simplemente sigue existiendo, se concede sin problema —es un hecho—, y hasta puede admirarse: ha sobrevivido a monarquías, repúblicas, dictaduras y revoluciones, desmintiendo a todos los que han augurado su extinción.
Pero la verdadera pregunta no es si sigue ahí, sino si sigue teniendo poder real. No me refiero a si es una fuerza para el bien o para el mal, ni a si hace buenas obras, ni a la validez de su teología. Me refiero a si todavía conserva la primacía moral, si toma decisiones que marcan al mundo, si puede mover ejércitos, imponer ideas dominantes o aumentar su feligresía.
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