Confieso que una parte aún ingenua en mí esperaba que el viaje de Claudia Sheinbaum a Canadá para reunirse en el G7 fuera una oportunidad para dejar atrás el aislacionismo que se apoderó de México desde hace siete años. Digo ingenua porque ya había demasiadas señales previas de que el cuerpo diplomático mexicano, particularmente en Estados Unidos, y especialmente la Cancillería, estaba totalmente borrado, que se gobierna para la audiencia interna mediante demagogia y declaraciones frívolas, y que como buena heredera de un movimiento nacional-populista, Sheinbaum iba a continuar en ese camino.
Y se confirmó. No sólo que la presidenta seguía la simulación de los aviones comerciales, sino que México no tiene ningún lugar digno en el escenario internacional. No es que Donald Trump haya cancelado su reunión con ella ni tampoco es cierto que ella haya llegado tarde a reunirse con los líderes del mundo debido a los vuelos comerciales —pues esas reuniones son previamente pactadas—, sino que justo en el trámite se suscitó un conflicto de la mayor importancia para el futuro del mundo, sobre el cual México —ni siquiera como vecino de uno de los países implicados—, tiene la más mínima respuesta.
Me sinceré así con un amigo israelí que me preguntó cómo estaba la atmósfera en México.
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