Las notas prohibidas
Detrás de la censura a los narcocorridos —venga del gobierno o del propio narco— hay una autoridad fallida.
Hay consenso entre críticos de que el narcocorrido es, aunque parezca increíble, más feo que el regetón y el resto de la música agropecuaria. Ya estamos acostumbrados a las imágenes de turistas muy molestos cuando les llega el estrépito sin ninguna solicitud. Y aunque no soy experto, estoy de acuerdo: es música verdaderamente abominable, acompañada de letras aún peores sobre descabezados, pozoleados y descuartizados. Artísticamente —es decir, en términos sólo musicales— no hay duda de que es pura decadencia.
Sin embargo, es una expresión popular. Lo ideal sería que la propia audiencia desarrollara un criterio estético y eventualmente se diera cuenta de que musical y culturalmente no hay nada ahí. Pero quién sabe si eso es posible. Mientras tanto, es una estupidez pretender prohibirlo, precisamente porque es una expresión orgánica que tiene a millones de adeptos, y que lo único que su censura provoca es mayor interés y resistencia, como ya ha sido tan ampliamente demostrado acorde al famoso efecto Streisand: entre más se quiere esconder y silenciar una expresión, más se promueve.
Aquí hemos platicado mucho sobre la legitimidad del crimen organizado en la sociedad ampliada. A esa barbarie no sólo la nutren sicarios, celadores, pistoleros y halcones sino empresarios, periodistas, financieros, administradores y, como vimos esta semana, abogados y políticos. Quizá ninguno de estos oficios legitima tanto al lado obscuro como el de los artistas y cantantes, quienes gozan de aclamación, entretienen, adornan y narran la cara más atractiva de quienes en el fondo son enemigos de la sociedad, vistiéndolos de héroes y justicieros y benefactores. Pero precisamente porque los artistas gozan de esa estima es que censurarlos es contraproducente, pues pinta a las autoridades como los villanos y enemigos populares. Pienso entonces que esa lucha por los símbolos debe ser más bien paulatina y paciente, mediante educación y cultura, aunque tome décadas.
Sobra decir, también, que es un perfecto subterfugio para los políticos, quienes se disfrazan de responsables. Por relatar un caso próximo, hace poco, acá donde vivo, en Cancún, la alcaldesa prohibió varios conciertos de artistas que “hacen apología del delito” e “incitan a la violencia y las adicciones”. Todo mientras quienes vivimos aquí sabemos que las redes de prostitución infantil están intactas, el sindicato de taxistas es prácticamente crimen organizado dedicado al narcomenudeo, la extorsión y la movilización política, y que los índices de homicidio no han hecho más que subir en los últimos quince años.
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