La universidad liberal: de Bloom a Boghossian.
Las escuelas del resentimiento y la crisis de las universidades estadounidenses.
La crisis de las universidades estadounidenses no es reciente. Desde los años noventa, el profesor Harold Bloom denunció la proliferación de corrientes de crítica literaria emanadas del postmodernismo francés e importadas veinte años antes a los departamentos de inglés y literatura. Las bautizó, con útil recelo, “escuelas del resentimiento”: estudios culturales, feminismo, poscolonialismo, neomarxismo y posestructuralismo. Su advertencia era que a estas corrientes las motiva el activismo justiciero y social antes que el arte y la belleza con el propósito de deslegitimar política y moralmente el canon occidental. Bloom advirtió que estas ideologías terminarían destruyendo no sólo los departamentos de inglés sino la “educación de las artes liberales” entera, piedra angular de la universidad humanista desde el alto medievo.
A finales de los noventa, el físico Alan Sokal expuso que la semilla de la que advirtió Bloom había germinado en todo el aparato académico, incluidas las revistas y publicaciones científicas. Para probar el abandono del rigor científico en favor de los prejuicios ideológicos, sometió a consideración de la revista Social Text de la Universidad de Duke un artículo plagado de los galimatías propios del posestructuralismo francés, sosteniendo que la fuerza de gravedad es una mera construcción social. El artículo fue publicado.
La crisis de las universidades estadounidenses no es reciente.
El siglo XXI añadió dos vicios a las universidades. El primero fue el abandono del liberalismo clásico. Aunque las universidades estadounidenses siempre estuvieron politizadas, e incluso orientadas primordialmente a la izquierda, esa afinidad se circunscribía al andamiaje liberal. Había expresiones radicales, pero habitaban en los confines. El consenso acataba los principios fundamentales de la sociedad abierta: la libertad de expresión y de pensamiento, el mérito individual frente a las etiquetas identitarias, y la ciencia o búsqueda de la verdad. Sin embargo, la nueva politización en las universidades comenzó a marginar al consenso liberal, amenazando la libertad de expresión y prefiriendo las identidades sobre el individuo. El radicalismo abandonó los márgenes para convertirse en el consenso. Hoy es difícil encontrar un programa en las humanidades y ciencias sociales en Estados Unidos que no se deje eclipsar por el activismo y las teorías de la justicia social.
La segunda aberración es el movimiento woke, surgido de los movimientos sociales progresistas del siglo pasado, particularmente el antirracismo y el activismo de género, rápidamente acogido y nutrido por las escuelas del resentimiento. No es fortuito: el wokeismo tiene la encomienda de “despertar conciencias” a una de sus tesis centrales: la opresión que el capitalismo blanco patriarcal ejerce sistemáticamente contra las minorías.
Ambos vicios encontraron terreno fértil en la llamada “generación de cristal”, la cual fue magistralmente analizada por Greg Lukianoff y Jonathan Haidt en La transformación de la mente moderna (The Coddling of the American Mind). Los miembros de esta generación son aquellos nacidos en los años noventa, en plena revolución digital, que llegaron a las universidades en la segunda década del siglo XXI. Para Haidt y Lukianoff, esta generación no sólo fue sobreprotegida y mimada por sus padres y las autoridades escolares al grado de infundirles miedo hacia las ideas, sino que también fue asediada por las nuevas tecnologías de la información hasta averiar su capacidad de relacionarse en sociedad. Si la universidad clásica pretendía exponer a los alumnos a ideas desafiantes, la nueva universidad está abocada a brindarles “espacios seguros”. Si aquella enseñaba a pensar, ésta procura cuidar los sentimientos.
En medio de esa mezcla nociva está, entre muchas otras historias, la del filósofo Peter Boghossian, profesor de filosofía de la Universidad Estatal de Portland hasta hace unos meses. Boghossian obtuvo notoriedad –junto con James Lindsay y Helen Pluckrose– por el famoso artículo “Academic Grievance Studies and the Corruption of Scholarship”, en el que dieron cuenta de su experimento de publicar artículos en varias publicaciones académicas tan ridículos como el de Sokal, como aquel en el que reescribieron partes del Mein Kampf en jerga feminista, y otro donde argumentaron que los perros en el parque siguen una cultura machista.
Si Bloom y Sokal fueron reprochados en su tiempo, Boghossian fue objeto de una auténtica cacería de brujas. Sólo hay que leer su renuncia a la Universidad de Portland –una especie de De Profundis académica– para dimensionar la virulencia de la reacción.
Diez años de hostigamiento han colocado a Boghossian como uno de los adalides de la resistencia académica. Su voz resonó en buena medida porque cientos de profesores y alumnos en todo Estados Unidos han sufrido persecuciones similares. Todos los días nos enteramos de profesores linchados y despedidos, publicaciones revocadas, investigaciones anuladas, conferencistas saboteados, exposiciones canceladas, cuotas identitarias, jerarquización racial, corrección política, y estudiantes y maestros con miedo a hablar y a pensar. Como indica una reciente encuesta de la Heterodox Academy, el 62% de los alumnos encuestados teme expresar sus opiniones libremente; y el 60% ya no opina en clase para no ofender a nadie. En otro estudio publicado por el Centre for the Study of Partisanship and Ideology, el 70% de los académicos conservadores reportó hostilidad en sus campus.
“De ser un bastión de la investigación libre”, escribió Boghossian sobre su universidad, “se transformó en una fábrica de justicia social cuyos insumos son la raza, el género y la victimización, y cuyos resultados son el agravio y la división. A los estudiantes ya no se les enseña a pensar. Más bien, están siendo entrenados para imitar la certeza moral de los ideólogos.” “Si algo le he enseñado a mis alumnos”, cierra su carta, “es la importancia de vivir según sus principios. Uno de los míos es defender nuestro sistema de educación liberal de aquellos que buscan destruirlo”.
Para ello, ha fundado –junto con Niall Ferguson, Kathleen Stock, Pano Kanelos, Tyler Cowen, Deirdre McCloskey y Ayaan Hirsi Ali, entre otros– la nueva Universidad de Austin, que reivindica aquellos valores perdidos del andamiaje liberal, sobre todo la libertad de expresión y la búsqueda de la verdad. Es un proyecto ambicioso, pero justo y razonable frente al descenso al oscurantismo. Uno sólo puede desearles buena suerte. No sólo por el futuro de la educación superior, sino del sistema educativo entero, pues la infección que advirtió Bloom ha comenzado a descender a preparatorias, secundarias y primarias. Quien esté poniendo atención a lo que sucede hoy en Estados Unidos, sabe que buena parte de la batalla por la república está en la educación. La resistencia liberal deberá afianzarse en la libertad de pensamiento, venciendo al iliberalismo en el terreno de las ideas.
*Este ensayo se publicó el 28 de noviembre del 2021 en Literal Magazine: Liga.