La ruptura del consenso bipartidista
Se disipó el gran acuerdo en política exterior que mantenía unidos a ambos partidos estadounidenses frente al liderazgo del mundo.
A propósito del ataque de Israel a Irán, sostuve un intercambio por separado con dos amigos muy inteligentes. Mi argumento es que uno de los problemas de nuestro tiempo, así como una de las principales explicaciones de la destrucción del orden liberal internacional emana de la ruptura del consenso bipartidista en la política exterior de Estados Unidos. “A house divided against itself cannot stand” expresó en una famosa alocución Abraham Lincoln, y puesto que el liderazgo ineludible del orden liberal internacional lo ejercía Estados Unidos, ahora que ese país vive una división tan profunda, su capacidad para dirigir o incluso sostener el sistema se ve sensiblemente deteriorada.
Desde que el Presidente Truman (1945-1953), del Partido Demócrata, estableció una muy fructífera colaboración con el presidente de la comisión de relaciones exteriores del senado norteamericano, el Senador Arthur Vandenberg (Republicano), se creó el famoso establishment de política exterior en Washington cuya eficacia y permanencia llevó a la victoria en la Guerra Fría. De entonces en adelante y hasta principios de la década de 1990, a ningún presidente Demócrata o Republicano se le hubiera ocurrido incumplir algún compromiso internacional de cualquiera de sus predecesores.
Como ha demostrado la nueva biografía de Zbigniew Brzezinski (escrita por Edward Luce), el estratega Demócrata de la política exterior tenía más en común con Henry Kissinger, el estratega Republicano de la política exterior, que con cualquier militante de base de su partido.
Decía el general Charles de Gaulle que “los estadistas se ocupan de la política exterior. La política doméstica y la administración pública son asunto de trabajadores de intendencia.” En otras palabras, con la política exterior —la política de Estado por antonomasia— no se juega. Sin importar cuál partido gobernase la república estadounidense, el resto del mundo —aliados y enemigos— sabía que Estados Unidos mantenía una serie de políticas consistentes.
A esto, el historiador marxista Howard Zinn le llamaba “el consenso capitalista bipartidario” y el escritor Gore Vidal le decía con sorna “el unipartidismo ideológico norteamericano. Dos partidos tibiamente liberales o tibiamente conservadores, según se le quiera ver.”
Historiadores más serios como Arthur Schlesinger Jr., lo denominaban “el consenso atlántico y atlanticista. Estados Unidos y Europa Occidental, vale decir, el mundo libre, contra el comunismo.”
Los Demócratas y Republicanos podían disputar acremente (y lo hacían) en torno a una serie de políticas domésticas, pero no había duda de sus relaciones con el mundo. Estaba muy claro que, sin importar la militancia partidista, la Unión Soviética era el rival a vencer, y los aliados estaban en la OTAN. Eso permitía una serie de coincidencias al interior de la política estadounidense que ya no existen hoy, cuando muchos Republicanos (empezando por Trump) apoyan a Rusia y quieren salirse de la OTAN.
Durante la Guerra Fría, la virtud más elogiada por los medios de comunicación en un presidente, gobernador o legislador, era su capacidad de cruzar el pasillo, o en inglés “reach across the aisle” (trabajar, complementar, o incluso votar a favor iniciativas de ley formuladas por el otro partido). La capacidad de diálogo más allá de las barreras ideológicas propias era una señal de madurez, profesionalismo y respetabilidad. De hecho, los decanos de cada cámara recibían un trato especial gracias a su capacidad y experiencia dialogando con gente de ambos partidos. Seniority, le dicen…
Tan pronto concluyó la Guerra Fría, el consenso empezó a romperse. Inicialmente, todo parecía funcionar muy bien, con la política exterior verdaderamente prodigiosa y exitosísima del presidente Bush padre, un Republicano que dispuso de la colaboración de los senadores Demócratas en todo lo relacionado con el mundo.
Ya en la Presidencia de Clinton, la historia empezó a cambiar. El representante Republicano Newt Gingrich, un aspirante presidencial y expresidente de la Cámara de Representantes de Estados Unidos, empezó a socavar las costumbres de deferencia y cortesía parlamentaria norteamericanas, heredadas de la tradición británica. Padre del populismo estadounidense contemporáneo, Gingricht comenzó a atacar en términos personales al Presidente Clinton con una virulencia y grosería sin precedente. Lo acosó interminablemente con el asunto de su amante Monica Lewinsky y se valió de un asunto personal e íntimo para descalificar su política exterior.
Ya en la Presidencia de Bush hijo, la llegada al poder de los llamados estrategas “neoconservadores” trajo consigo una serie de premisas nuevas a la política exterior de la súper potencia. El reparto de culpas por el 9/11 ocasionó un cúmulo de rupturas en el diálogo bipartidista. Europa empezó a dejar de ser vista como una aliada, e incluso abandonó su condición prioritaria. Bush hijo habló con desdén de “la vieja Europa” y durante su administración rebautizaron las papas a la francesa como “papas libertad”. No es broma. Aún así, el factor más importante no fue ése, sino la irrupción de China en el escenario mundial.
El consenso liberal suponía que mientras más se abriera la economía china, más pronto se abriría su política. Sólo sucedió lo primero y lo segundo ni siquiera comenzó. Por tanto, una vez desacreditado uno de los grandes supuestos liberales de la política exterior, empezaron a cuestionarse otros. No hay consenso en torno a la estrategia a seguir con China. No lo hay entre países europeos, Canadá y Estados Unidos, pero ni siquiera lo hay dentro de la gran república norteamericana.
“La capacidad de diálogo más allá de las barreras ideológicas propias era una señal de madurez, profesionalismo y respetabilidad.”
¿China es un enemigo, un rival o un competidor? Los estrategas saben que no es lo mismo, pero no se ponen de acuerdo. De ahí pal real, como dicen en mi pueblo. No hay consenso entre Demócratas y Republicanos, quienes como ya dijimos incluso coquetean con Rusia, sino que ni siquiera está consensuada la posición interna del Partido Demócrata. Obama propuso tal cosa como el famoso “pivote asiático”, o sea cambiar la escala de prioridades y poner a Asia antes que Europa en las preocupaciones de la política exterior.
Gente como Bernie Sanders y la polémica Alexandria Ocasio-Cortez no suscriben la posición supuestamente mayoritaria de su propio partido. No hay acuerdo en torno al papel que debe jugar Estados Unidos en el mundo, mucho menos coincidencia en la obligación de asumir el liderazgo. Se habla de incluir al “sur global.” La moda woke llegó a la política exterior.
Trump, una evidencia viva donde las hay de la ruptura de los consensos tradicionales dentro del Partido Republicano ha impulsado una genuina revolución en la política exterior norteamericana. Rompió incluso el consenso en torno al impulso norteamericano al libre comercio con la excéntrica y nociva promoción de aranceles. Ahí estamos hoy. Si la súper potencia no puede definir con claridad su política de comercio en el mundo, imaginemos si puede mediar con credibilidad en un conflicto entre Israel e Irán. La polarización norteamericana no los daña sólo a ellos, mucho me temo que el más perjudicado por la falta de certidumbre es el resto del mundo. En un mundo incierto, decía Felipe González, “el papel de los políticos debe ser el de proveedores de certidumbre”. Para desgracia de todos, la clase política norteamericana actual está muy alejada de ese papel.