El ocaso de las universidades mexicanas
Los centros de pensamiento en México, como en otras partes del mundo, están en plena decadencia.
Apuntaba en mi columna de la semana pasada que nuestras universidades, siempre susceptibles de modas foráneas, ya están infectadas de wokeísmo. No sólo germinaron bien las doctrinas del progresismo extremo importadas de Estados Unidos sino también sus protocolos administrativos y burocráticos. La mayoría ha adoptado el lenguaje inclusivo, el postureo moralino, la desigualdología y los estudios de agravio. Y por el lado institucional, ha instaurado “espacios seguros”, cursos propedéuticos para “despertar”, y políticas tipo Diversidad, Equidad e Inclusión que ya han sido desenmascaradas como programas de adoctrinamiento. Los esfuerzos del Tec de Monterrey e Ibero son prácticamente idénticos a los de los campus gringos, pero no se quedan atrás el ITAM, la Anáhuac y hasta la UP. No es casual que aquella inquisición medieval que se hizo llamar el MeToo haya brotado con tanta fuerza en los planteles mexicanos, eliminando la presunción de inocencia y arruinando carreras enteras en la docencia.
Sin embargo, esas sólo son las universidades privadas y ese sólo es el wokeísmo. A decir verdad de los últimos años, la crisis es general. En su magnífico librito Sombras en el campus, la ensayista y poeta Malva Flores advirtió esa decadencia a partir del lenguaje. Argumentaba que las universidades mexicanas desde hace mucho habían perdido la capacidad de leer, hablar y escribir y se habían contaminado del argot académico, una jerga de claustro que además de fea está constreñida por la corrección política, el eufemismo y la falta de sentido común. Por eso no han podido capotear la adversidad.
Hemos postergado la reflexión sobre el papel que tuvo la supuesta máxima casa de estudios en el ascenso y consolidación del régimen obradorista. No sólo anidó en sus aulas durante décadas, alimentado con buenas dosis de marxismo, nacionalismo revolucionario y populismo, sino que ha servido de refugio de numerosos cuadros y centinelas del régimen. Y cuando finalmente llegó al poder, la universidad permaneció inerte. No protestó por las constantes violaciones al estado de derecho, los ataques a la división de poderes o la demolición en tiempo real de las instituciones democráticas. Su silencio fue sepulcral ante el escándalo de plagio de Yasmín Esquivel, rehusándose a retirarle su título sin defender el prestigio académico que se veía tan deshonrado. Salvo las recientes y aisladas protestas de la Facultad de Derecho en defensa del Poder Judicial, la UNAM no ha ejercido ninguna resistencia significativa frente a un régimen que ha disuelto a la República y que tantos de sus alumnos, exalumnos, trabajadores y profesores respaldan abierta o tácitamente. En lugar de ser un contrapeso crítico, se ha convertido en un actor funcional del proyecto nacional-populista.
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