El verdadero Cancún
Como en todos los lugares, la estampa esconde algunas realidades menos apetecibles.
Cancún, la perla del Caribe mexicano –esa franjita de arena color talco, ceñida de un lado por el mar turquesa y del otro por la laguna de manglar–, se anuncia como un paraíso. Ese idilio tropical de comercial de Coronita sin duda existe. Pero, como en todos los lugares, la estampa esconde algunas realidades menos apetecibles. Ahora que nuestro wannabe Miami está en boga gracias a los macroproyectos del faraón sureño, vale la pena ponerle la lupa.
El Cancún de anuncio es el Cancún de los gringos, los springbreakers que vienen a alcoholizarse y drogarse a precios de risa aun bajo el expolio de los locales que los timan de la forma más descaradamente posible. Ese gringo es quizá el peor turista. Las agencias empaquetan vuelo + hotel + todo-lo-que-usted-pueda-comer-y-beber y en realidad hay poca derrama en la economía local e incentiva a lo peor de lo peor del turismo gringo: naco, depredador, voraz y encima chovinista, aunque, para ser justos, un poco más civilizado que el paisano promedio. Es un turismo que, si sale del hotel, sólo se aventura a lo conocido: Hooters, Babba Gump, Domino’s, o versiones locales a la medida como Señor Frogs. Ellos son nuestros mecenas, los que realmente sostienen el changarro.
A la par existe el Cancún local de los ricos, las clases medias altas, los expats y los chilangos, regios y tapatíos que huyeron en la pandemia o de sus urbes de chapopote y smog. Una muestra representativa de las élites incultas y consumistas, las de las grandes casas y condominios. En Cancún hay pocos nativos, pues lo inventó hace apenas 50 años el Licenciado Echeverría –mentor moral y político del Licenciado actual– y no hay propiamente una sociedad civil asentada, sino poblaciones itinerantes que van y vienen con el turismo, aunque poco a poco empieza a cuajar una comunidad. No debe extrañar, por tanto, que lo más cercano a eso que llamamos cultura sean las tiendas de artesanías con caballitos de tequila y sombreros de mariachi. Exagero: hay por ahí un museo –no me lo van a creer– maya, una Gandhi y algunos Cinépolis. Acá se debe aprender a ser muy feliz yendo al centro comercial y a los parques acuáticos.
No son desdeñables, sin embargo, las virtudes de la vida local: es cierto que te puedes ir a la playa en martes, que hay –en comparación a las grandes ciudades– poco tráfico, que los niños no crecen con conjuntivitis en edificios respirando la refinería de Tula, que de pronto se puede posar (cada vez menos) un tucán en tu ventana, que en un día te da tiempo de hacer todo lo que en la CDMX haces en una semana, y que la cooperativa de pescadores surte muy buen pescado del día.
Debajo de la superficie cosmética de la urbe paradisiaca bullen las capas del peor Cancún, que fue construida sin ningún tipo de planeación para los miles de trabajadores de la industria turística –incluidos ya inmigrantes centroamericanos y latinos– que han tenido que irse amontonando en las afueras como Dios les da a entender, muchas veces sin servicios básicos –– sobre todo un transporte mínimamente digno. Ya son auténticos tugurios de pobreza, crimen, violencia y desolación que ningún turista o local acomodado jamás experimenta. Añádase la amenaza permanente de huracanes y desastres naturales que a menudo barre con ellos, regresándolos al punto de inicio. Ahí hierve una inmensa olla que eventualmente salpicará al Cancún que se pretende prístino.
En materia medioambiental se asoma ya la depredación de la Riviera Maya entera. La faraónica destrucción ocurre a pasos apocalípticos: la mezcla de corrupción, indiferencia, irresponsabilidad y desorden están devastando al paraíso. En donde hace unos años –incluso meses– había selva, ahora hay Go-Marts y Little Caesars en el mejor de los casos; y moteles de paso para la prostitución y la trata en el peor. Sobre esa inercia devastadora ahora se monta el trenecito militar para aniquilar irreversiblemente lo restante: fauna, flora y el sistema de cuevas subterráneas. Una biósfera con los años contados.
Debajo de la superficie cosmética de la urbe paradisiaca bullen las capas del peor Cancún.
Más abajo sigue el inframundo donde habita una hidra de varias cabezas. Por un lado están las mafias locales, principalmente la de taxistas, una escoria que deja ver a los franeleros capitalinos como niños de pecho. Todos hemos visto las imágenes. Es uno de los sindicatos más poderosos del estado y del país, sin el cual ningún candidato a gobernador o munícipe siquiera aparece en la boleta. Naturalmente, están protegidos por el poder para monopolizar el servicio, cobrándole cifras exorbitantes al cliente a cambio del peor trato. Pero ya no sólo limitan el acceso de plataformas como Uber y DiDi –golpeando a sus choferes y pasajeros–, sino que participan en el narcomenudeo, la prostitución y la extorsión.
La otra cabeza de la hidra es la violencia homicida que está fuera de control como en buena parte del país desde que el Licenciado le rindió humanísticamente el territorio al crimen. Cancún ha sido siempre una de las plazas preferidas para el narcotráfico por su geografía y por su turismo, pero la ola de violencia es reciente: la tasa de homicidios pasó de 17 a 41 por cada 100 mil habitantes en los últimos ocho años según el Secretariado Ejecutivo de Seguridad Pública, volviéndola una de las ciudades más violentas del país. El problema no sólo se trata de una disputa entre carteles por la plaza: la mafia se ha volcado contra la población y Cancún es hoy un hervidero de extorsión, provocando el cierre acelerado de negocios.
Así llegamos a las entrañas, ahí donde reside la indiferencia generalizada, ese vicio de cinismo que une al poder y la sociedad en una gran simulación para desestimar la decadencia. Al Cancún de revista se lo está comiendo México.
*Se publicó el 1 de octubre del 2023 en Literal Magazine: Liga