En su noveno aniversario, el drama de Ayotzinapa colocó al presidente López Obrador en lo que los franceses llaman un cul-de-sac: un callejón sin salida. En su cita con la historia, sin pudor ni ironía, dijo que, después de todo, no había sido el Estado ni el Ejército, apuntalando en su informe una versión esencialmente igual a la “verdad histórica” de Peña Nieto.
Nadie lucró más con la consigna de que había sido el Estado que él como opositor. Sus propagandistas atribuyeron el crimen material a las más altas esferas del peñanietismo, retratando al gobierno federal y al Ejército como asesinos y represores para así legitimar un cambio de régimen. Se trató de una hipérbole grotesca –una de las mentiras más perversas jamás contadas al público mexicano– con fines de desestabilización.
Eso no quiere decir que la “verdad histórica” de Murillo Karam no tuviera huecos significativos que, con los años, se han venido ensanchando. Ya hay amplia evidencia, por ejemplo, de que sí hubo algún tipo de involucramiento del Ejército por omisión y encubrimiento. No hay pruebas de que hayan sido autores materiales –como decía el relato subversivo– pero, según las intervenciones telefónicas del gobierno estadounidense al grupo criminal Guerreros Unidos, el Ejército de la zona sí sabía lo que estaba sucediendo esa noche y no sólo no hizo nada sino que lo permitió.
Más importante aún, las intervenciones revelan que, más allá del crimen, el Ejército ha estado íntimamente ligado a grupos criminales desde hace mucho. El reportaje La Instrucción de John Gibler rescata las grabaciones de dichas intervenciones telefónicas que ponen al descubierto que los militares habitualmente les venden armas, intercambian dinero y hasta los capacitan.
Dijo que, después de todo, no fue el Estado ni el Ejército.
En mi opinión, más allá de la responsabilidad por el asesinato de los jóvenes, la razón para la opacidad está en que investigar realmente el crimen abriría la caja de Pandora de todas esas relaciones siniestras del deep state mexicano. Ayotzinapa es un crisol donde convergen y siguen convergiendo algunos de los grupos más oscuros del sistema: la subversión, la guerrilla, el Ejército y los gobiernos locales. Abrirlo en serio probablemente significaría poner al descubierto operaciones clandestinas, negocios con el narcotráfico, tortura y un largo etcétera propio de la montaña de Guerrero.
Cuando llegó al poder, López Obrador estaba amarrado a la causa de Ayotzinapa porque la había utilizado como consigna de choque y tuvo que prometer verdad y justicia. El problema es que el Estado ahora es él y muchos de esos oscuros actores son sus socios y, ya sea por razones estratégicas, corruptas o abiertamente criminales, están enquistados en el núcleo más íntimo del poder. Naturalmente, ya no le conviene culpar al Estado. Es decir, o estaba mintiendo como opositor, o está mintiendo ahora. Sólo una puede ser cierta.
Con este artículo me despido como columnista y editor de Etcétera. Agradezco enormemente a la dirección y al equipo editorial el espacio y la libertad; pero sobre todo le agradezco a usted, lector, por estos tres magníficos.
*Se publicó el 29 de septiembre del 2023 en Etcétera: Liga