De pronto el país parece estar sostenido por alfileres, pendiendo de un hilo, en un punto en el que cualquier traspiés puede encender la pradera. Hay ingobernabilidad en varios estados: Chiapas está en una situación muy delicada de violencia con éxodos masivos provocados por los cárteles sangrientos e invasores; en Guerrero no hay duda de que mandan los señores de la guerra; Guanajuato y Zacatecas siguen siendo un baño de sangre; Veracruz y Morelos están en la línea. El crimen organizado continúa avanzando en todo el país.
A este clima de caos y violencia hay que añadirle las próximas elecciones. Los comicios siempre arrojan más violencia porque se reacomodan los criminales y se renegocian los pactos, poniendo y quitando a candidatos con plata o plomo. Encima, esta elección es diferente. De un lado, la alianza non sancta entre el crimen organizado y el régimen obradorista quiere perpetuarse; del otro, sobreviene una presión cada vez más obvia de algunos actores estadounidenses –como la DEA– y el hartazgo de buena parte de la ciudadanía mexicana contra ese contubernio.
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